martes, 5 de febrero de 2013

Cuevas pintadas

Había llovido tantas veces antes, que ya parecía que estaba bien que se quedara todo empapado. Estar encharcado por dentro es algo difícil de explicar. Yo no lo veía del todo claro. A la gente no parecía importarle, por tanto parecía no importarme tampoco a mí. En el fondo no era un mal sitio donde ir cuando estás a solas contigo mismo. A pesar de las goteras y algo de oscuridad, claro. Uno no sabe como de rápido pueden crecer las humedades. Y eso fue lo que pasó.

Aunque a la gente no le importaba entrar, y pasar algo de frío, a mi sí. Aunque la oscuridad no es algo que asuste a todo el mundo, es más algunos la encuentran confortable, a mi comenzaba a parecerme demasiado monótona. Escapé de aquel lugar. Dejé todo allí dentro. Dejé que todo se congelara. Que las humedades crecieran y crecieran. Y que lo que fuera que viviera allí dentro creciera. Me tomé unas vacaciones de mí mismo. Exploré las posibilidades que habían fuera. Como quien acompañado de un agente inmobiliario va mirando casas donde vivir. Fuí explorándoos uno a uno. Muchos estabais tan oscuros como yo. Algunos eráis una pocilga. Otros, es una pena, estabais vacíos. Y no os importaba vivir solo para los demás. Sin tener si quiera un colchón en el suelo cuando os encontrabais a solas. Porque en realidad temíais más que yo quedaros a solas con vosotros mismos. Aún así, entre tanto desastre, también estaban vuestros rincones llenos de música, de arte, de trastos, de recuerdos, de luces y de color. Eráis tan completos que no cabía allí dentro. No sabía tampoco si quería encajar en todo aquello. ¿Era la vida tan repleta algo para mí?

Algunos fuisteis solo lugares de paso. Y lo sabíais, vuestro interior era una estación, un puerto, un aeropuerto. Por allí pasaban personas de todo tipo, para poco tiempo después, partir. Una estación no es lugar para nadie y a la vez lo es para todos. Me sorprendió entre tanta andanza encontrar una hoguera en el camino. Una que a pesar de su modesto tamaño y brillo, era lo suficientemente brillante como para atraer a insectos como yo. Y era lo suficientemente cálida para no llegar a pasar frío nunca. Al lado de la hoguera estaba ella, la dueña de la hoguera. Tarareaba una canción mientras se calentaba las manos. Era solo ella y la hoguera. No había nadie más allí. Ni gente de paso. Ni demasiado cachivache. Habían algunos trastos viejos. ¿Quién no guarda un poco de lastre? Me dije a mí mismo.

Le pregunté que si podía sentarme junto a la hoguera sin hacer mucho ruido. Y ella aceptó con una sonrisa. Cuando reuní el valor suficiente, le pregunté si podía quedarme allí. Le expliqué porqué no podía volver a mí mismo y se negó en rotundo. Pero lo que vino a continuación fue lo que necesitaba y aún así no esperaba habérmelo imaginado nunca.

Caminé con ella hasta aquella vieja cueva que era yo. Llevaba una antorcha con algo del fuego de su hoguera en una mano, y con la otra sujetaba la mía . Cogió mis trastos viejos y los apiló en el centro. Los incendió en un abrir y cerrar de ojos, no pude reclamar nada antes de que la llamarada iluminara toda la cueva. Ningún rincón quedó a oscuras. Cuando la hoguera fue lo suficientemente grande, nos acostamos junto a ella. Se disculpó por negarse a que me quedara dentro. Pero entendí que yo necesitaba un lugar solo para mí, al igual que todos ¿Cómo negarme a algo así? Ahora tenía dos sitios donde refugiarme si comenzase a llover.



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