Lo malo no es que te roben el corazón. Lo malo es que tras el robo lo dejen en un barrio que no es el tuyo, abollado y con los cristales rotos, quemaduras en los sillones, algún preservativo signo de lo bien que lo han estado pasando, cervezas a medio beber en el asiento de atrás y sin un mísero número al que llamar anotado en una servilleta.