viernes, 16 de mayo de 2014

El peregrino.

Hubo una época que estaba tan harto de mí que quise olvidarme.
Y lo conseguí.
Borré completamente mi identidad. Lo logré con ella.
Borré mis huellas dactilares limando las yemas de mis dedos con sus caderas.
Cuando alguien preguntaba mi nombre, decía el suyo.
Cuando me pedían que tomara una decisión, la tomaba a ella.
Para no pensar en mí, llenaba mi cabeza con ella.
Lejos de mí, llevaba una vida saludable.
No había mejor deporte que sus sábanas.
Ni mayor entretenimiento que su risa.
Nunca pasé hambre, porque nos comíamos a todas horas.
Incluso empecé a creer e ir a la iglesia. Cada domingo. 
Adorábamos al sexo y a la comunión entre dos cuerpos.
Nos arrodillábamos ante el cabecero de la cama. Y nombrábamos a Dios. Y bebíamos vino.
Santificábamos las fiestas.
Era una religión por la que valía la pena una crucifixión.
Y un día volví en mí. Una resurrección. Un verdadero milagro.
Sin santos ni vírgenes de por medio.
Y todo estaba bien. Y muchos fieles nos siguieron.

1 comentario:

Irene R. dijo...

Eso sí que es tener fe, hay que joderse.